La imagen cotitular de la Cofradía es María Santísima bajo la advocación de la Amargura. Una advocación pasionista, especialmente difundida por las órdenes franciscanas y servitas, que hace referencia al estado de ánimo producido en María al conocer el suplicio y humillaciones a las que estaba siendo sometido su Hijo Jesucristo y a la cercanía de su cruenta muerte tras la sentencia impuesta por Pilatos. Transida de amargo dolor y hondo sufrimiento, se encamina al encuentro de Jesús en su tortuosa senda hacia el Gólgota.
Un episodio que, pese a no aparecer claramente plasmado en los Evangelios Canónicos (tan sólo en Lc 23, 27-28 se indica que camino del Calvario «le seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos») sí que es relatado en los textos apócrifos de Nicodemo, también llamados “Actas de Pilatos” en donde se narra que «la Virgen se fue enseguida, acompañada de Juan y por Marta, María Magdalena y Salomé, a la calle de la amargura. Al ver la comitiva, preguntó a Juan cuál era su hijo. Él se lo señaló, diciéndole que era el que llevaba la corona de espinas y las manos atadas. La Virgen, que divisó a Jesús, cayó desmayada hacia atrás y estuvo bastante tiempo en el suelo. Cuando se reanimó, comenzó a prorrumpir una serie de estremecedoras exclamaciones y a golpear su pecho. Los judíos, al ver este espectáculo, quisieron alejarla; pero María permaneció firme junto a su hijo» (X, 1. recesión B de Tischendorf).
Prescindiendo de algunos curiosos detalles aportados por el relato apócrifo, tal es la aceptación de esta escena en la devoción popular que ha llegado a ser incluida tanto en la IV estación del Vía Crucis como en el IV dolor de los “Dolores de Nuestra Señora”, encontrando sustento, a lo largo de los siglos, en los escritos y meditaciones de teólogos y místicos como San Buenaventura, San Alfonso María de Liborio, Sor María Jesús de Ágreda o Sor Ana Catalina Emmerich.
La talla fue adquirida en el año 1999 a un coleccionista privado y sustituye a la imagen que, desde nuestra fundación, era cedida para los actos procesionales por la Fraternidad de la Orden Franciscana Seglar, expuesta al culto en la Iglesia Conventual de las RR.MM. Clarisas de Santa Catalina y datada en la época de la Guerra de la Independencia [1].
Datada de finales de siglo XIX o en los primeros años del siglo XX y de autoría anónima, es de un tamaño algo menor que el natural (160 cm. de altura) teniendo cabeza, manos y pies tallados en madera policromada unidos, continuando el modelo de las imágenes llamadas “Cap i pota”, una expresión procedente de los términos catalanes “cap” (cabeza) y “pota” (extremidades) con la que se define al tipo de imágenes de vestir, es decir, que únicamente tienen talladas y policromadas las partes visibles diferenciadas principalmente de las imágenes “de candelero” o “de bastidor” porque carecen de listones, apareciendo el cuerpo simplemente abocetado presentándose pintado, muy habitualmente con un característico pigmento azulado (aunque también hay en tonalidad rosa, marrón u ocre).
Se trata de una tipología de imagen, a la que también pertenece nuestra imagen de Jesús de la Humillación, producida en Cataluña desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta las primeras décadas del siglo XX, que alcanzó una amplia difusión gracias a los talleres de Olot quienes, de esta manera y con anterioridad de la fabricación masiva de imágenes en pasta de madera, posibilitaron que iglesias y cofradías humildes pudieran adquirir imágenes de Cristo, la Virgen y de santos a un precio asequible, sin que eso fuera ápice de baja calidad o de menor belleza puesto que las partes trabajadas se ejecutaban con destreza y dulzura.
Iconográficamente continúa el modelo (tan difundido a lo largo de los siglos XVI y XVII en toda España) de la tradicional forma de la talla de bulto de “Nuestra Señora de la Soledad” encargada en 1564 por la reina Isabel de Valois al escultor jienense Gaspar Becerra para el Convento de la Victoria de Madrid de la Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula [2]. Aparece, por lo tanto, con las manos entrelazadas a la altura del pecho aunque, a diferencia de ésta, que se encontraba arrodillada y con la cabeza inclinada hacia el suelo, nuestra imagen se halla erguida y con la cabeza en posición frontal.
Y es que, pese a hallarse en medio del tormento más amargo que quiebra momentáneamente su ánimo y fortaleza física, en la figura de María se puede observar una asombrosa y admirable apostura con la que manifiesta su entereza y serenidad en medio de toda adversidad.
Su cabeza, desviada un tanto hacia la izquierda, parece como si no quisiera aceptar lo que está aconteciendo aunque, pese a todas sus angustias, continúe permaneciendo fiel a su compromiso mediador como «esclava del Señor» adquirido desde la misma Anunciación del arcángel Gabriel (cf. Lc 1, 38). Los rasgos faciales, con el óvalo entrelargo y redondeado y un mentón profuso y carnoso, le otorgan una belleza «pura, inefable, sencilla, majestuosa y santa», semejante a la descripción que la religiosa agustina Ana Catalina Emmerich hace de la Santísima Virgen en sus conocidas visiones de la Pasión [3]. Sus ojos, grandes y deslumbrantes, se elevan al Cielo con la esperanza de que el Padre misericordioso, que la «había elegido como Madre de su Unigénito y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro» (Marialis Cultus, 25), siguiera proporcionándole vigor para acompañar al Hijo hasta el pie de la Cruz. La boca entreabierta, dejando ver su lengua y los dientes superiores espléndidamente tallados, da la sensación de que sus labios rompieran el silencio y estuvieran clamando la lamentación bíblica «decidme si hay dolor, comparable a mi dolor» (Lm 1, 12).
Y sus manos, acogedoras y suplicantes, se unen a la altura del pecho del mismo modo que hace Ella «con su Hijo desde el mismo momento de la concepción virginal hasta su muerte redentora» (Lumen Gentium, 57).
Su indumentaria conserva los cánones impuestos por doña Juana de la Cueva, condesa de Ureña, en la ya nombrada imagen de los Mínimos madrileños quién, a su vez, reprodujo los modos de vestir de las viudas castellanas del siglo XVI.
Cubre su cuerpo una saya de raso blanco que manifiesta la pureza de María. Confeccionado por las hermanas Camareras de la Cofradía, se adorna en el delantero con bordados en plata, elaborados por el taller zaragozano “Bordados Olga”, de elementos vegetales entrelazados y trazados simétricamente respecto al anagrama del nombre María (constituido por una M y una A mayúsculas entrecruzadas) así como en las mangas, en donde también se incluyen unas puntillas de encaje, elaboradas artesanalmente por una maestra bolillera. Su cintura es ceñida, en visible alusión a su virginidad y servidumbre a Dios, con un fajín de terciopelo negro, confeccionado también por el mismo taller y sobre el que son bordados, en hilo de plata fina, de similar ornamentación al de la saya, rodeando un elemento central con forma de rosa que refiere a la belleza y perfección de la “Toda Hermosa”. Enmarcando su rostro se coloca un sencillo rostrillo de encaje blanco que simula el “schebisim” utilizado por las mujeres judías. Finalmente, y simbolizando la protección que los hijos buscan en la Madre y en analogía con la “Misericordia” medieval [4], se coloca un sobrio manto liso de terciopelo negro, confeccionado por las Hermanas Misioneras Eucarísticas de Nazaret del Convento de San Juan de los Panetes de Zaragoza, que es cubierto en su parte superior con mantillas de blonda negra y que se extiende desde la cabeza hacia los pies del paso a través de un armazón metálico llamado “pollero”.
Su aderezo, finalmente, se completa con las piezas de orfebrería cinceladas por los “Talleres Orovio de la Torre” de Torralba de Calatrava (Ciudad Real) que, lejos de tener una función meramente ornamental, expresan un profundo significado mariológico: la diadema que dignifica la Realeza de la Madre de Dios [5], en cuyo centro se coloca un medallón con el anagrama del nombre María (constituido por una M y una A mayúsculas entrecruzadas) y sobre la que se incrustan doce rayos rematados con estrellas en rememoración de las que se describen en la “gran señal” del Apocalipsis [6]; y el corazón atravesado por un puñal, representando, como ya profetizara el anciano Simeón (cf. Lc 2, 35), el dolor punzante que traspasa el alma de Madre al ver a su Hijo padecer hasta su muerte y que sólo encontrará consuelo con su gloriosa Resurrección.
Tras los trabajos de restauración realizados por el taller zaragozano “Restauro Aragón”, la Cofradía, a través de nuestro Hermano Consiliario Perpetuo Fundador, Rvdo. Alfredo Pariente Pérez, procedió a su bendición en un acto organizado en nuestra sede canónica el 31 de Marzo de 2000 quedando desde ese momento expuesta al culto, junto a la imagen de “Jesús de la Humillación”, en el altar de la “Asunción de Nuestra Señora” de la Parroquia de San Felipe y Santiago el Menor.
Procesionalmente, recorre las calles zaragozanas portada procesionalmente en un humilde paso cuya greca original fue remodelada por el grupo de Camareras y Mayordomos de la Cofradía en la Cuaresma de 2013, realizando un revestimiento plateado sobre el perfil y las molduras de madera. En su frontal se coloca un escudo de la Cofradía tallado por el taller de los escultores Clavero, componiéndose su bello exorno floral exclusivamente de rosas blancas.
Notas de Referencia:
[1] Para conocer más sobre esta imagen, consulta el apartado “Nuestras otras imágenes”.
[2] Como se narra en el opúsculo “Discurso del ilustre origen y grandes excelencias de la misteriosa imagen de N. S. de la Soledad, del Convento de la Victoria, de la sacra Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula, en la Villa y Corte, por el Rvdo. Padre Fray Antonio Ares” escrito en 1640 por Pedro Taço y conservado en la Biblioteca Nacional, la talla reproduce la imagen que aparecía en un cuadro traído a España por la que fuera tercera esposa de Felipe II y que fue regalado a su padre (rey de Francia) por San Francisco de Borja.
[3] Extraído de “La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo de acuerdo a las Meditaciones de Ana Catalina Emmerich (Sulzbach)” (cap. XV), obra adaptada literariamente por el poeta Klemens Brentano en 1833.
[4] Como indica Louis Réau en su tratado sobre la “Iconografía del arte cristiano” (Barcelona, Ediciones del Serbal, 1996) en el tema de la “Virgen de la Misericordia” se presenta a la Madre de Dios protegiendo bajo su manto a la cristiandad entera o un colectivo de fieles (órdenes, cofradías). La Virgen es de una estatura gigantesca en relación a sus protegidos, desplegando los faldones de su manto con sus propias manos, o en otras ocasiones, a través del servicio de ángeles y santos. Sin embargo, esta iconografía, que fue especialmente difundida en Italia a raíz de la fundación de San Buenaventura de la Cofradía de los Recommandati Virgini en el año 1270, desapareció, prácticamente, con la llegada del Renacimiento debido a que la rigidez de su frontalidad y la desproporción inevitable no estaban en concordancia con los criterios de los nuevos artistas formados en el culto de la anatomía y de la perspectiva.
[5] Aunque la proclamación de la “Realeza de María” así como la institución de su fiesta litúrgica (fijada inicialmente el 31 de mayo, trasladándose tras el Concilio Vaticano II al 22 de agosto) se encuentre doctrinalmente sustentada desde el 11 de octubre de 1954 a través de la Carta Encíclica “Ad Coeli Reginam” del Papa Pío XII, el fundamento y las razones de la dignidad real de María se expresan desde los orígenes del cristianismo, encontrándose plasmada en antiguos documentos de la Iglesia desde el siglo IV (como los escritos de San Efrén, San Andrés de Creta, San Germán, San Juan Damasceno o de los pontífices San Martín I, Gregorio VIII, Sixto IV o Benedicto XIV) y manifestándose en otras formas litúrgicas como la antífona “Regina Coeli”, la plegaria latina “Salve Regina” o las propias “Letanías Lauretanas”. Por otra parte, desde el Concilio de Éfeso en el 431, se ha acostumbrado a representar a María como Reina y Emperatriz, sentada en regio trono, adornada con enseñas reales, ceñida la cabeza con corona y rodeada por los ejércitos de ángeles y de santos.
[6] «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Evangelium Vitae” (nº 103) indica que la relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en esta gran señal, puesto que en ella «la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es la tierra el germen y el comienzo del Reino de Dios. La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección».
El texto "María Stma. de la Amargura" creado por David Beneded Blázquez para www.jesusdelahumillacion.org, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 3.0 España. Zaragoza, 2003-2017.
Fotografía principal: primer plano de "María Santísima de la Amargura" durante una de sus salidas procesionales (fotografía de Pedro Lobera). Fotografías secundarias: detalle de las manos de la imagen (fotografía de David Beneded); primer plano del rostro de la imagen (fotografía de David Beneded); “María Santísima de la Amargura” durante su participación en el Santo Entierro a su paso por el muro mudéjar de la Seo (fotografía de José Miguel Soguero).