En la cultura de nuestra tierra, brotando de su propia naturaleza y de la reciedumbre con que vivimos, los sonidos musicales durante la celebración de la Semana Santa tienen una nota, una huella, una marca diferencial que le es propia. Pese a que todos los cristianos del mundo conmemoran y sienten por igual la muerte de Jesucristo, cada uno expresa el dolor a su manera. Y en Aragón, desde la Sierra de Albarracín, Teruel y Javalambre hasta la Jacetania, desde el Moncayo hasta Matarraña, el toque de los instrumentos de percusión es la impronta.
El relato más legendario que refiere el origen de la percusión se encuentra en los escritos del calandino José Repollés Aguilar, cuya hipótesis indemostrable, fijaba su atención en el siglo XII en un contexto de enfrentamiento entre la cultura cristiana y la musulmana. El autor cuenta dos tradiciones conocidas con el nombre de "Teoría de los Pastores y Castilletes" recogida posteriormente en los estudios publicados por Lourdes Segura y María Luisa Sánchez [1].
Refiere la tradición que un día de primavera del año 1127, mientras los escasos cristianos viejos que por entonces había en Calanda, celebraban fervorosos la Semana Santa, la agreste morisma, dueña y señora del aún de la zona del Maestrazgo, se lanzó en numerosa algarada en dirección a Calanda, siguiendo la ribera izquierda del Guadalope. Más de un pastor que entonces se hallaba con su ganado en la parte alta de la ladera del monte Tolocha, que da a la Val de Foz, al ver la polvareda, cada vez mas cercana, que levantaba la cabalgada de los moriscos, empezó a aporrear el tambor que llevaba con todas sus fuerzas. Otro pastor oyó este aviso de peligro. Y tal como estaba convenido de antemano, hizo sonar también su tambor, aviso que fue repetido hasta llegar a oídos de las gentes calandinas que rápidamente dejaron sus practicas religiosas de Semana Santa y corrieron a refugiarse en lugar seguro.
Gracias a este encadenado sonido de tambores, los enardecidos y ambiciosos jinetes musulmanes no pudieron en esta ocasión salirse con la suya, puesto que cuando llegaron a las puertas de Calanda, los ganados, mujeres, jóvenes y todo lo que a ellos les interesaba como botín, se hallaba en el interior de la inexpugnable fortaleza a buen recaudo.
Después de fracasada la “razzia”, los pastores de Calanda, cada año al llegar a la Semana Santa, se reunían en las afueras de la población y, alegremente, con el mayor entusiasmo pasaban varias horas aporreando el parche de sus respectivos tambores, como si anunciaran una nueva algarada.
Otras hipótesis conocidas, atribuyen a la tradición de los tambores un origen más antropológico puesto que la costumbre de hacer ruido está relacionada con el deseo de alejar el mal en cualquiera de sus vertientes: espíritus malignos, desgracias, plagas; se trata, en definitiva, de ahuyentar el miedo. El hombre, sujeto a la acción de fuerzas descomunales, siente que debe actuar para conjurar las adversidades; expuesto a las malas cosechas, a la enfermedad o a las calamidades, en lugar de resignarse crea procedimientos para atraer la buena fortuna y eludir los infortunios futuros. Y en este contexto, el tránsito entre el invierno y la primavera, en el que se sitúa la Semana Santa, sería el fin del letargo de muchos animales y también de los muertos, que estarían tentados de volver al mundo de los vivos. [2]
Teorías que encuentran su vertiente más naturalista en los estudios realizados por Ortiz-Osés en donde señala que "el bombo representaría el elemento fuerte, duro o patriarcal-masculino, y los tambores el elemento suave o femenino de la voz cantábile. Y bien, esa parece ser la interpretación primera o superficial de un diálogo entre el bombo sordo y el tambor cantaril. En su segunda consideración antropológica ello no parece responder a la verdad arcaica: en efecto, en las viejas tradiciones agrícolas lo elemental o profundo está simbolizado por el elemento ctónico, telúrico o terráceo, o sea por lo matriarcal-femenino como mater-materia de la vida, mientras que lo superficial o aéreo está representado por lo patriarcal masculino: de acuerdo con este segundo esquematismo simbólico, el bombo podría significar muy bien arcaicamente la voz de la madre-naturaleza mientras que el tambor, la atenorada voz del hombre como epifenómeno superficial, Se trataría entonces del diálogo entre las fuerzas elementales de la natura, simbolizadas por el bombo, y el logos formalizador masculino." [3]
Relación con la naturaleza que tiene su dilucidación más cristianizada, y también más extendida, con la explicación aportada a principios del siglo XX por el párroco calandino Mosén Vicente Allanegui y Lusarreta [4], en donde el uso de la percusión en la Semana Santa simboliza el duelo impresionante de la naturaleza ante la muerte de Cristo, anunciándola así a la población e imitando, mediante su sonido, los fenómenos de la naturaleza acaecidos según la descripción del Evangelio de San Mateo “Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos. El centurión, y los que estaban con él guardando a Jesús, visto el terremoto, y las cosas que habían sido hechas, temieron en gran manera, y dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios.” (Mt 27, 51-54).
Motivación que trataría de refrendar Eduardo Jesús Taboada Cabañero cuando se ocupó de la Semana Santa de Alcañiz en su libro "Mesa revuelta". Así, y basándose en las referencias escritas de Mosén Juan Oliver en el libro de la Cofradía del Santo Entierro, indicaba que el origen de los toques de tambor con ánimo de hacer ruido se debe a la propuesta que fray Mateo Pestel hizo para introducirlos en una procesión que creó en 1678 con el nombre de "El Pregón" pues el fin de ella era publicar la muerte de Jesús disponiendo para ello, tras los sacerdotes y mayordomos, seis nazarenos con doblera con objeto de "representar al vivo los trastornos de la naturaleza, la conmoción, el terremoto de nuestro globo" que "por ser más cómodo en su manejo, pronto se cambiaron por tambores destemplados aumentando su número hasta doce", añadiendo "que debía ser tan del agrado de los cofrades el provocar ruido que surgirían por conducir las cajas muchas etiquetas y disgustos, y á esto se atribuye el que la hermandad se desentendiese de túnicas y tambores, acordando admitir en la procesión cuantas personas acudiesen en esa forma". [5]
Una teoría que enraizaría directamente los tambores con la simbología del ruido en el llamado "Oficio de Tinieblas" que se celebraba por la tarde a partir del Miércoles Santo, y fue perdiéndose con la reforma litúrgica introducida por Pío XII en 1956. Conocido popularmente así porque la Iglesia en donde se celebraba acababa a oscuras después de haber ido apagando las velas del gran candelabro de quince brazos llamado "tenebrario". Terminado el "Miserere" el clero y todos los feligreses provocaban un gran estruendo en el templo con sus carracas, matracas y, en realidad, con cualquier instrumento u objeto susceptible a emitir cualquier tipo de ruido con el fin de emular las convulsiones y trastornos naturales descritos anteriormente que sobrevinieron al morir el Salvador [6].
Estrépito que cesaba drásticamente al aparecer la luz del cirio oculto detrás del altar pero que tenía su prolongación durante el Jueves y Viernes Santo cuando ya en la calle, especialmente los niños, hacían sonar fuertemente los instrumentos anteriormente citados "para significar con sus sonidos la intencionalidad de "Matar Judíos", y de que no se aproximasen so pena de exterminio, por su culpabilidad de haber matado al Inocente". Así lo atestiguan vetustas tradiciones de diferentes puntos de la geografía aragonesa como en Uncastillo, donde se iba al llamado puente "de los judíos". En Mazaleón, dos niños eran cubiertos con grandes piedras en el llamado "Forat de les Matraques", debiéndose librarse de ellas, y cuando lo conseguían, todos los niños del pueblo hacían sonar sus matracas. E incluso en Zaragoza, donde los chiquillos se acercaban hasta la Iglesia de San Cayetano para hacer sonar sus carracas delante de la "Guardia romana". [7]
Precisamente, el papel desempeñado por los judíos en la Pasión y Muerte de Jesucristo enarbola un última teoría, que apunta directamente a otras localidades como Baena, Cabra o Mula en donde quienes tocan el tambor reciben el nombre de "judíos", constituyéndose en grupos o "turbas" cuyo papel en las procesiones es el de mofarse y burlarse del sufrimiento de Jesucristo con tambores o también con clarines o grandes trompetas como en Cuenca, Murcia o Cartagena. Por tanto, en este mismo sentido, se podría pensar que los tamborileros de Alcañiz e Hijar, que en su día fueron importantes focos de la cultura "sefardí" al estar dichas localidades inmersas en la llamada "ruta del Talmud", no hacen sino interpretar el papel de judíos dentro de la gran representación de la Semana Santa.
En cualquier caso, como nos transmitían las sabias palabras del profesor Antonio Beltrán, "resulta banal discutir cuando se originan. Que remeden el fragor de la naturaleza quebrada por la muerte, los cielos ennegrecidos, tumbas que devuelven sus muertos o velos del templo que se rompen o que multipliquen los escasos toques que no antes del siglo XVII y documentados en el XVIII acompasaron con los parches flojos y cubiertos de crespones, como en los desfiles militares, no importa que la costumbre sea centenaria o milenaria porque el pueblo no entiende de temporalidades y para el todo es de tiempo inmemorial. Con nada se ganará ni perderá con ser cosa de un par de cientos de años o de la eternidad." [8]
Notas de Referencia:
[1] Véase Segura Rodríguez, Lourdes: "Percusión e identidad: aproximación antropológica a nueve comunidades del Bajo Aragón turolense". Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1987; y Sánchez Sanz: Mª Elisa: "Sólo tambores: ruido, sangre y representaciones en el Bajo Aragón". "Revista Turia" Número 16. Instituto de Estudios Turolenses, Teruel. 1991 pp. 199-216.
[2] Sáenz Guallar, Francisco Javier: "La Semana Santa en el Bajo Aragón". "Libro de las Comarcas. Colección Territorio 18. Comarca del Bajo Aragón". Diputación General de Aragón y Departamento de Presidencia y Relaciones Institucionales. Zaragoza, 2005. Pág. 233-238.
[3] Ortiz-Osés, Andrés: "Las claves simbólicas de nuestra cultura. Matriarcalismo, patriarcalimso, fratriarcalismo". Anthropos. Editorial del Hombre. Barcelona, 1993.
[4] Allanegui y Lusarreta, Mosén Vicente: “Apuntes históricos sobre la Historia de Calanda” (Calanda, reedición de 1998, pág. 196, 216).
[5] Taboada Cabañero, Eduardo Jesús: “Mesa Revuelta. Apuntes de Alcañiz”. Zaragoza, 1898. Páginas 60-61.
[6] Aldazábal y Murguía, Pedro José: "El Triduo Pascual". Biblioteca Litúrgica. Barcelona, 1998. Pág. 112-113
[7] López Calvera, Manuel: "Sonidos de la Semana Santa: La campana de madera". "Tercerol. Cuadernos de Investigación" número 2. Asociación para el Estudio de la Semana Santa. Zaragoza, 1997. Páginas 83-84.
[8] Beltrán Martínez, Antonio: "De nuevo sobre Semana Santa". "Tercerol. Cuadernos de Investigación" número 5. Asociación para el Estudio de la Semana Santa. Zaragoza, 2000. Páginas 22-23.
El texto "La percusión en la Semana Santa" creado por David Beneded Blázquez para www.jesusdelahumillacion.org, se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 3.0 España. Zaragoza, 2014-2016.
Fotografía principal: representantes de la Cofradía durante el Pregón en el “Grupo de Tambores de la Junta Coordinadora de Cofradía de la Semana Santa de Zaragoza” (fotografía de Pedro Lobera). Fotografías secundarias: Cofradía de las Siete Palabras y de San Juan Evangelista, introductora del uso del tambor en las procesiones de la Semana Santa de Zaragoza, en una imagen por las calles de la ciudad en los años 40 del siglo pasado (fotografía propiedad de David Beneded); primer grupo de tambores y timbales de la Cofradía de la Entrada de Jesús en Jerusalén durante el Domingo de Ramos de 1965 (fotografía propiedad de David Beneded); bombos y timbales de la Cofradía de la Coronación de Espinas durante una procesión del año 1974 (fotografía propiedad de David Beneded).